Negro sobre blanco (II): Naranja

Por Spice Lady
“Querido diario:
Me dirijo a ti con el mismo saludo y la misma alegría esperanzada de los quince años, cuando el mundo era un misterio por descubrir y yo un espíritu inquieto conviviendo con un cuerpo vital y alegre, cuya única preocupación era liberarse del horrible uniforme del colegio inglés al que me enviaron mis padres cuando se divorciaron. Aquí me tienes, con la misma curiosidad de entonces pero la serenidad que me ha dado el tiempo y, supongo, la propia vida. Tras muchos años yendo y viniendo, aprendiendo, pero sin fijar los pies en ninguna parte, la llamada de mi amigo Juan me ha situado en este trayecto, que ofrece, entre otras cosas, un horrible desayuno de aeropuerto sin cariño ni zumo natural y un billete solo de ida al lugar en el que espero quedarme para siempre.
No llevo una maleta muy pesada. Literalmente. Juan siempre me habló de su tierra como un regalo del sol, un lugar gobernado por la luz y el mar. Y en sitios así no se necesita mucho equipaje. Además, quiero construir este momento desde cero; pasear entre naranjos y tender al viento manteles de hilo blanco, llenar el armario con ropa que compraré según mis necesidades o apetencias —ambas cosas son igual de válidas— y decorar mi casa con jarrones repletos de flores.
Me gusta el plan, pero no te negaré el vértigo. Ser parte de “El Blanco” —por cierto, aún no sé por qué han llamado así a su restaurante— es toda una responsabilidad que asumo con entereza pero no sin miedo. Supongo que es natural. En la última videollamada que tuve con Juan y Rosa —qué mujer, no me sorprende ahora todo lo que Juan me hablaba de ella cuando estudiábamos juntos; realmente hace honor a su oloroso y colorido nombre— comprobé el mimo artesano con el que han levantado su local.
Me encanta ese lugar, de principio a fin. Desde el comedor con chimenea al patio con la higuera —“Volverás a tu pueblo y a tu higuera”… Juan y yo, a veces, apuñalábamos la nostalgia recitando a nuestros poetas favoritos mientras cocinábamos. ¡Qué cosas y qué casualidades! Aunque yo siempre tuve claro que él volvería—.
“El Blanco” no es un restaurante, es una idea tangible. Basta ver su cocina, tan alejada de la frialdad matemática de otros lugares en los que yo he trabajado. Y me gusta su carta, me va a costar innovar, dicho sea de paso. Y ahí está la parte más apasionante del reto. Supongo que Juan, como buen amigo, ha sobrevalorado mi creatividad. De hecho, me pidió que participara también en las redes sociales. Y ahí sí que tuve que decir que no. No tengo problema en compartir una idea, o en posar para una foto, o incluso desvelar algún secretillo de una receta, pero el lenguaje de las redes no es lo mío. Ya ves, querido diario, que soy de enrollarme. La brevedad y el mensaje directo no van conmigo, ¡menos mal que no me dedico al marketing! Soy del antiguo régimen, hablando en términos de comunicación, ya me entiendes. De hecho, me abrí cuenta de Instagram solo para poder “bichear”, como dicen ahora, el perfil del sitio en el que voy a trabajar. Aprovechando la circunstancia, algunos conocidos me solicitaron amistad y tardé solo un par de semanas en darme de baja. ¿Qué es esa moda de decir “feliz vuelta al sol” en lugar de “feliz cumpleaños” o decir “besos al cielo” cuando la gente se muere? ¿Todo el mundo va directo al cielo? Digo más, ¿por qué poner fotos de gente muerta? ¿Acaso les han pedido permiso? No es mi mundo, lo siento. Ya me contarán cómo han resuelto esta parte; supongo que tendrán que buscar un perfil más joven para llevarla.
Bueno, que me voy por las ramas, ¿ves como no soy buena para redes? Como mucho, podría llevar un blog, pero no sé si eso es ahora tendencia o ya me he quedado obsoleta… A mí siempre me ha gustado escribir. De hecho, escribir y cocinar es lo único que realmente siempre me apeteció hacer. Supongo que mi mente encuentra una conexión entre ambas cosas, algo que tiene que ver con el hecho de inventar, de mezclar y de jugar. De contar. Porque las recetas también cuentan: hablan de conocimiento, de tierra, de viajes, de creatividad, de mundo. Y hay que escucharlas, interesarse por su elaboración, sus ingredientes y su misterio. Y hay que escucharlas dos veces: con los sentidos y con el estómago.
Creo que esta idea es la que mejor define nuestra labor, la de quienes nos dedicamos a esto: elaborar platos que encierren en su sabor todo nuestro saber y el de quienes hemos aprendido.
Vaya, parece que vamos a aterrizar en breve. Qué vértigo, querido diario. No te negaré que me ha encantado recuperar esta fórmula tan adolescente para escribir hoy, me ha ayudado a reencontrarme con los pilares elementales de la vida que me gusta: aprender, jugar, ser curiosa, conocer. Y sé que esa conjunción sucede siempre en la ebullición adolescente que, de algún modo, debería acompañarnos toda la vida. No sé por qué te cuento todo esto; sólo sé que me dirijo a ti como si fueras un dios que me late dentro, no en busca de respuestas, sino de confirmación y confianza: he decidido bien. Y no solo porque voy a ser parte de un lugar, bueno, de un momento, en el que quiero estar, sino por ese espíritu emocionado que Juan y Rosa han logrado crear. Estoy deseando conocer a Lorenzo, el señor que les sirve el pescado; a Miguel, el cuentista por excelencia del local; a la parroquia que, día tras día, regresa y a los que pasan para no volver jamás pero que siempre marchan con algo nuevo, diferente e irrepetible. Tengo la sensación de que en “El Blanco” vive una especie de inconsciente colectivo que se alimenta de lo hecho con cariño, de las manos que trabajan con alma. ¡Inconsciente colectivo! Pero, ¿qué estoy diciéndote, querido diario? Si a los quince años alguien me hubiese mencionado las palabras “inconsciente colectivo”, habría preguntado si hacen rock o punk.
Tengo que dejar de escribirte, es decir, de escribirme ya. Este trayecto termina. El viaje acaba de empezar.
Con cariño, Elizabeth, nueva jefa de cocina de “El Blanco”.
Capítulo anterior:
I: Rojo
Otros capítulos de Negro sobre blanco:
III: Amarillo
IV: Verde
V: Azul
VI: Añil
VII: Violeta
VIII: Blanco