Negro sobre blanco (I): Rojo

Por Spice Lady
—Rosa, no quiero irme.
—No tenemos que irnos aún.
—Me refiero a nunca. No quiero irme nunca.
El calor sofocante del día aún respiraba escondido en la tierra que acariciaba sus pies descalzos. El filo de la luna rasgaba un cielo plagado de estrellas de agosto, de esas que parecen viajar cargadas de anhelos y que salpican la inmensidad oscura de lágrimas doradas.
—¿Crees que se cumplen?, le preguntó ella evitando, o al menos tratando de evitar, la conversación, esa que él había iniciado y que a ella le generaba un dolor callado, latente, que saltaba en su pecho descabalgado y loco, desacompasando su latido.
—¿El qué?
—Los deseos que se piden a las estrellas.
—¿A las Perseidas? No sé, yo no les pido ninguno. No creo que las estrellas puedan conceder nada.
—Vaya, veo que la vida fuera de aquí no suaviza tu escepticismo. Sigues tan romántico como siempre —le dijo con ironía y sin ocultar cierta decepción—.
—No me apetece discutir ni hablar de mi falta de, según tu criterio, ausencia total de inclinación romántica. Es nuestra última noche juntos y no sé cuándo voy a poder volver. Llevo poco tiempo en este trabajo y me tiene muy absorbido.
—Bueno, un año no es poco tiempo.
Y es que a ella ese año se le había hecho muy largo. Y esa contradicción que presidía la cabeza de Juan pesaba cada vez más en su vida y empezaba a causarle una aflicción con la que, en ocasiones, le costaba convivir. Juan era un permanente “no quiero irme pero me marcho mañana”, “estoy fenomenal en este trabajo pero lo dejo por otro”, “no te he llamado pero te echo de menos”…
Y en esos reproches divagaba la mente de Rosa cuando la voz de él detuvo sus tribulaciones.
—Mira, que yo no crea que las estrellas fugaces hacen realidad los deseos no quiere decir, o eso pienso yo, que sea un descreído. Que no sea la persona más romántica del mundo no quiere decir que no te quiera. Y, sobre todo, que no sepa expresar mis sueños no quiere decir que no los tenga. Y creo en ellos. Pero creo en los sueños que se sueñan, no en los que se imaginan. ¿Me entiendes?
—¿En los sueños que se sueñan? Todos los sueños se sueñan.
—No es verdad. Lo que pasa es que los tiempos han pervertido y romantizado el lenguaje y la gente confunde deseos con sueños. Los deseos son conscientes. Y a menudo cursis e inalcanzables, quimeras y frustraciones. Los sueños, no. Yo creo en los sueños que se sueñan cuando estás dormido.
—Ja, ja. ¡No me digas que ahora vas a ser como mi abuela! ¿Te acuerdas? Decía que cada vez que soñaba con alguien, ese alguien moría. Una vez soñó consigo misma y, al levantarse, se vistió con su propia mortaja.
—Tu abuela era una señora estupenda, era una fuerza de la naturaleza, pero no, yo no tengo esas dotes. Tengo otras. Por eso no quiero irme.
—Ya, pero te vas mañana.
—Pero no quiero irme. Mira, ¿ves esa vieja casa de ahí? La del patio con la higuera…, está bien iluminada entre esas dos farolas. En la siesta, he soñado que era mía. Nuestra. ¿Recuerdas que, de niños, a veces se nos colaba el balón por la verja y me tocaba saltar a por él? Siempre me gustó su mezcla de misterio y encanto. Fantaseaba con el hecho de que algún día pudiera ser mía, pero, claro, era un sueño pensado, no soñado. Y hoy lo he soñado. He soñado, además, que la arreglábamos, era luminosa y bonita. Y los dos trabajábamos ahí, montábamos nuestro propio local. Mira, ¿ves esa chimenea? Ahí estaría el comedor, ¿imaginas a la gente comiendo mientras contempla el fuego un día lluvioso de noviembre? Además, tiene vistas al huerto trasero. Rosa, ¡en mi sueño cocinábamos con nuestros propios tomates! Mira, toda la parte izquierda sería la cocina. La imagino con grandes ventanales, amplia, limpia. Perfecta. Con ese alegre trasiego que tienen las cocinas de los sitios que valen la pena, hecha de alma y saber. La mejor del lugar. Y, en la entrada, una barra para que la gente charle, esté. ¡Ah! ¡El patio con la higuera! Es coqueto, pequeño, encantador. En mi sueño, la gente tomaba café a la sombra y compartía juegos de mesa. Mira, yo no quiero un local solo para la gente que viene un día, yo quiero un espacio que forme parte de quien pasa por él.
—Claro, y en tu sueño seguro que éramos hasta felices.
—Vaya, yo seré el escéptico, pero la ironía la trabajas muy bien. La felicidad como objetivo está condenada al fracaso; la felicidad solo existe como consecuencia de una vida satisfactoria con la persona que quieres y del trabajo apasionado. En mi sueño, teníamos las dos cosas. Alguien dijo alguna vez que estamos aquí por el bien de nuestros semejantes, sobre todo por el de aquellos de cuya sonrisa depende la suya propia. Y en mi sueño tú no parabas de sonreír.
—Veo que tus meses de trabajo con ese chef japonés te han convertido en todo un filósofo.
—Vale, ya está. Perdona, me he dejado llevar por la emoción. No tendría que haberte contado nada. Veo que no te interesa.
—Sí me interesa. Claro que me interesa, pero no quiero ilusionarme. Llevamos años así, con idas y vueltas. Vienes, encuentras un trabajo en no sé qué pueblo francés y te marchas seis meses. Regresas siendo el rey de los reposteros y, en un mes, haces un viaje a Vietnam. Y vienes y me cuentas no sé qué de una sopa que probaste no sé dónde. Me encanta tu sueño, pero, ¿qué quieres que haga? No quiero alimentar algo que no va a suceder y que tú me dibujas esta noche como un ideal: tú y yo juntos, nuestro propio local aquí, en casa. ¿Estás loco, Juan? Y encima me lo cuentas como un sueño. ¡Un sueño soñado! En fin. ¡Me voy a mi casa! Ya te veré cuando vuelvas de no sé qué sitio.
Una luz rojiza empezaba a despuntar tras las montañas. Aún descalza, y con su bonito vestido de flores, Rosa echó a andar colina abajo con esa desolación que solo son capaces de sentir los corazones puros cuando sienten que todo lo que aman se desvanece en un mar de ilusiones, de futuros irrealizables, de promesas incumplidas. Sintió la mano cálida de Juan abrazando su cintura y juntos caminaron en silencio.
El cielo, limpio y perezoso, auguraba una nueva jornada de calor implacable. Las calles vacías y un amanecer callado les regaló una tristeza inconsolable que llevó a Rosa a entregar sus lágrimas más amargas cuando pasaron por delante de la casa que protagonizaba el sueño soñado de Juan. Al abrazarla y ofrecer su pecho a su desconsuelo, algo llamó la atención de Juan. Entre la maleza enredada en el enrejado y sobre los desvencijados enseres que yacían en el patio abandonado, clavado indolente en el tronco de la higuera, un letrero nuevo, refulgente, ofrecía dos palabras esperanzadas: SE VENDE.
Próximo capítulo:
II: Naranja
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