Negro sobre blanco (III): Amarillo

Por Spice Lady
—¿Huevos fritos? Bueno, veré qué puedo hacer. Me pilla con el cierre subido de casualidad. Solo estamos mi mujer y yo y van a empezar a llegar proveedores. De momento, puedo servirle un café.
—Bien por ese café entonces.
—Madruga usted, ¿eh?, dijo Juan iniciando una conversación de esas que nacen con el único objetivo de instalarse entre la brevedad y lo formal.
—Sí, qué remedio. Así es el trabajo. Pero no importa, me gusta empezar la jornada con la primera luz del día.
—Yo diría que incluso antes. El sol aún no ha salido. Desde aquí tengo una vista privilegiada del amanecer, ¿sabe? A Rosa, mi mujer, y a mí nos gusta venir temprano y sentarnos en el patio, junto a la higuera, a tomar un café antes de ponernos en marcha.
—Y hoy he llegado yo para destrozarles ese momento.
—Qué va, hombre. No pasa nada. Si le apetece, puede unirse. Voy a ver si le consigo esos huevos. Vuelvo enseguida. Mire, igual hasta tiene suerte, justo está llegando el panadero.
De todos los aromas que había gozado en su vida, el del pan recién hecho era, casi con toda certeza, el más envolvente y deseable de todos. La sola idea de devorar un par de huevos fritos con esa delicia sacudió de inmediato sus jugos gástricos y su particular magdalena de Proust. “Es que no es un simple desayuno, ni un sabor, ni siquiera es solo esa mezcla tan perfecta de texturas y ese corazón redondo, de vivísimo amarillo, con sus motitas diminutas de sal… Los huevos fritos, con un pedazo de pan crujiente y su esponjosa miga, son los domingos por la mañana, con mi padre subiendo con el periódico bajo el brazo y la barra pellizcada (qué difícil resistirse a esa tierna tentación...). Mi hermana y yo discutiendo a quién le toca poner la mesa y, desde la cocina, la voz de mi madre interrumpiendo su canción para regañarnos: “He dicho que los dos. Y punto”. Qué no daría yo… Hubo un domingo, cuando la inconsciencia inocente de la niñez empezaba a disolverse en una inquieta adolescencia, que congelé el instante en mi mente; mi padre le había comprado flores a mi madre a una señora que se ponía a vender claveles en cubos entre la panadería y la bodega, cerca de la iglesia, aprovechando el trasiego dominical (no voy a negar que la señora tenía visión comercial). Y mi madre las puso en el centro de la mesa. ¡Qué guapa estaba! Adornar nuestra mesa era como adornarse a sí misma; mi madre sujetaba la primavera en sus horquillas. Mi hermana miraba la cartelera en el periódico; nos habían prometido llevarnos al cine esa tarde y ella se empeñaba en imponer su criterio sobre la película que veríamos mientras yo tomaba mi vaso de leche y galletas con resignación y fastidio. La mano de mi padre, mano que cuida, que alivia, que protege, me acercó el trocito de pan con el que había quebrado la yema. Y no, no era un trozo de pan más, era el primero, el que inicia el ritual, el portador de una sensación, de toda una liturgia. Entonces supe que quería que ese momento no acabara nunca. Mi padre acarició mi frente y revolvió mi flequillo entre sus dedos, y yo supe que quería tener esas manos cerca de mí para siempre. Aún no sé cómo logré contener las lágrimas que tanto me cuesta contener ahora. Con el paso del tiempo, instalé esa costumbre en mi hogar, con la familia que tuve, quise darle a mi hija mi mejor trozo de pan… y, aunque el divorcio me restó muchos domingos, me prometí que cada día de mi vida haría algo que lo convirtiera en domingo: dar un paseo, ir al cine, comprar claveles, escuchar la radio y cantar, desayunar huevos fritos”.
—Aquí los tiene. Tenga cuidado con el pan, aún está caliente. Hay gente a la que eso le sienta mal. Aunque a mí me encanta así, reciente, con un chorrito de aceite. Tenemos uno delicioso, “La Violeta” se llama. Es de una pequeña finca cercana. Intentamos trabajar, en la medida de lo posible, con producto local. Por cierto, perdone, pero, como aún no ha llegado el equipo, teóricamente estamos cerrados y nosotros íbamos a desayunar, le llevo directamente los huevos a una mesa del patio, ¿le parece? Si quiere, puede compartir la nuestra. No es una molestia. Rosa viene enseguida, está recibiendo a los de la floristería. Hoy va a decorar el comedor con margaritas, dice que son el preludio de la primavera.
—Qué curioso, margaritas. Son como las hermanas gemelas de los huevos fritos. No sé cuál me gusta más.
—Ja, ja, qué ocurrencias. Por cierto su nombre es…
—José Luis. Encantado. Y puede tutearme, Juan.
—Lo mismo te digo, José Luis. Mira, ya llega Rosa. Y trae cruasanes. Tienes que probarlos.
—No me lo digas dos veces.
—Tienes que probarlos.
El fresco de la mañana hacía aún más reconfortante la calidez del café, la dulzura amable de los cruasanes, la impagable fortuna de compartir una mesa atravesada por el primer rayo de sol. “Si la riqueza no se midiera en dinero, sino en experiencias, ahora mismo sería millonario”, pensaba José Luis, feliz e increíblemente unido a aquellos desconocidos por los indescifrables lazos de la simpatía.
—Un lujo. Muchísimas gracias. Ni Marlon Brando disfrutó tanto los que le hizo Sara Montiel, si acaso la leyenda urbana fuera cierta… Con su puntillita, como contaba ella, la gran Saritísima. Si ofrecéis tanto en un desayuno con el cierre aún echado… no quiero imaginar vuestra carta.
—Bueno, gracias a ti —dijo Rosa—. Hacemos las cosas con cuidado, con dedicación y tiempo. La clave es, sobre todo, la calidad del producto.
—Y vuestra magia —contestó José Luis—. Porque a mí me dais los mejores ingredientes, no sé, pongamos una lubina salvaje bien fresca, los limones más olorosos, el mejor aceite con su punto justo de acidez, un salero y un manojo de hierbas aromáticas recién cortadas… y cometo un asesinato gastronómico. Algo se me quema, se me pasa o se me queda crudo. Vamos, estoy seguro de que la lubina acabaría pidiendo clemencia.
—Me parto. Seguro que exageras. ¿No cocinas nada de nada? —preguntó Rosa—.
—Bueno, tengo que reconocer que, hace años, cuando era joven…
—¿Más aún? —interrumpió Juan. El grupo rio la gracia y José Luis prosiguió—.
—¡Muy bueno eso! Bueno, pues, cuando era estudiante y compartía piso, me especialicé en una receta muy socorrida que me enseñó mi tía Luisa, “pollo a la soltera”. Con ese guiso intentaba seducir y, más tarde, retener por un tiempo, a todas mis conquistas.
—Vaya, suena bien. ¿Funcionaba? —preguntó Juan—.
—¿Por qué te crees que se llama a la soltera? ¡Todas huían! En fin, tras varios fracasos, abandoné toda esperanza de enamorar con la cocina y delegué mi deriva sentimental en los hosteleros. ¡Cuántas veces un bar salvó mi dignidad dándonos una cena a deshora! Benditos seáis mil veces. En fin, qué alegría y qué buen rato he echado con vosotros, pero he de seguir mi camino. Tengo mucho trabajo hoy e, imagino, vosotros también. Dadme vuestro perfil de Instagram, voy a seguiros, a recomendaros y a poneros una reseña más que positiva en Google.
Juan y Rosa se miraron con cierta decepción y un callado reproche mutuo. Fue Juan el que se decidió a confesar.
—Verás, José Luis, llevamos tanto lío que tenemos esa parte un poco descuidada. Rosa se ocupó un tiempo del tema de Instagram, pero ahora es imposible. A ver si la llegada de Elizabeth, la nueva jefa de cocina, nos da un respiro para, al menos, buscar a alguien que se encargue de las redes y de todo eso que a nosotros se nos escapa.
—Vaya, entonces de pagar con Winys ni hablamos…
—¿Qué es eso, José Luis?
—Bueno, vamos a hacer una cosa, si estáis de acuerdo, claro. Conozco a alguien que os puede ayudar. ¿Qué os parece si, la semana que viene, el jueves, que vuelvo a pasar por aquí, vengo a cenar y os cuento?
—Eso sería estupendo —dijo Rosa—. Serás más que bienvenido. ¿Y si te preparo una buena lubina para vengarnos de ese atentado gastronómico del que hablabas?
—Creo que es una idea fabulosa.
—Nos vemos entonces —concluyó Juan—. Por cierto, si tienes alguien a quien enamorar por el estómago… prometemos no decepcionarte.
—Ja, ja. Volveré con la mayor y mejor conquista de mi vida.
Y así, con la alegría renovada y la esperanza en la humanidad crecida, José Luis condujo hacia el nuevo día. Contento. Con el cuerpo y el espíritu reconfortados. Feliz. El sol despuntaba alegre y en la radio empezó a sonar una canción que asomó, sin explicación aparente, la cálida sal de sus lágrimas más profundas. “Cómo me gusta la vida”, pensó y se puso a cantar: “Quizás porque mi niñez jugando en tu playa / Escondido tras las cañas duerme mi primer amor / Llevo tu luz y tu olor por donde quiera que vaya / Y amontonado en tu arena / Tengo amor, juegos y penas, yo… Que en la piel tengo el sabor amargo del llanto eterno…”.
Capítulos anteriores:
I: Rojo
II: Naranja
Otros capítulos de Negro sobre blanco:
IV: Verde
V: Azul
VI: Añil
VII: Violeta
VIII: Blanco