Negro sobre blanco (V): Azul

Por Spice Lady
—Perdona, que te he dejado a medias. Sigue contándome lo del monasterio.
—Nada, nada. Tranquilo, Juan. Olvídate de mi movida con el monasterio, que tú estás trabajando. Lo que pasa es que a veces se nos olvida y te usamos de confesor.
—Ja, ja. Venga, bien traído lo de confesor. Siempre se te dio bien jugar con las palabras. Sigue contando, que, después de tantos días sin verte, me apetece mucho escucharte. Además, la historia de los monjes y esa celda con una ventana que miraba al mar era estupenda. Muy becqueriano todo. Parecía un cuento.
—Sí, para cuentos estoy yo. Y para cuentas. Hablando de cuentas, mira, ese quiere pagar.
—¿Ves? Siempre se te dio bien jugar con las palabras. Le cobro y vuelvo enseguida.
—Vaaaale.
[…]—Venga, sigue. Pero no abrevies, cuéntame todo como a mí me gusta. Miguel, tú aquí, en este local, siempre serás la voz contante. Te escucho.
—Mira el de los juegos de palabras… Luego me dices a mí. Está bien. ¿Por dónde íbamos? Sí, ya sé, como te explicaba “que Lucía se fuera de casa fue la gota que colmó mi vaso particular de tristeza, apatía y, creo, decadencia. Empecé a comer mal. No tenía ganas de trabajar. Ni siquiera me hacía la cama. Funcionaba en modo “piloto automático”. Fue precisamente aquí, en esta barra y, mientras tomaba un plato de boquerones de los que con tanto amor prepara Rosa, cuando tomé consciencia de la situación y decidí hacer algo que me ayudara a encontrarme conmigo; a recuperarme para mí, para mi propia vida. Para mi propio amanecer. ¿Me explico?”.
—Te explicas perfectamente. Pero, perdóname, me cuesta encontrar una conexión entre tu pena, los boquerones y la abadía o monasterio o lo que sea.
—Ya, normal. Voy a tratar de explicarlo. También te digo: me tienes en alta estima, baja un poco las expectativas porque quizá todo sea menos espiritual de lo que parece. “Verás, era miércoles, como hoy. Y, como hoy, ese día te servía el pescado Lorenzo. Pues bien, yo estaba aquí, a eso de las doce. Y Lorenzo en la mesa de al lado, almorzando para seguir con su ruta. Charlábamos de nada, como tantas veces en la vida. Y, de repente, la magia. Ese olor. Rosa sacó una gran bandeja de boquerones fritos. Qué placer, Juan. Qué placer. Comerse un boquerón tiene su ciencia: hay que cogerlo con delicadeza, como si fuera una flor que en cualquier momento va a quebrarse. Ese primer mordisco a mar y sal reconforta el corazón. Y dejar que la boca continúe ese breve camino de placer y sabor como el que regala un beso, Juan… Qué delicia. En ese momento, uno siente que está masticando felicidad, saboreando lo más parecido al placer de la vida. Y se siente capaz de tomar cualquier decisión. Entonces lo supe. Mientras Lorenzo pagaba y le comentaba a Rosa que solo le quedaba una parada”.
“Sí, me falta solo una entrega: la del monasterio ese de la colina que hay según te desvías de la autovía, salida 16. Al estar un poco retirado, lo he dejado para el final. Ahora los monjes son unos de mis mejores clientes. Han abierto las puertas a los retiros espirituales y tienen bastantes huéspedes. Eso sí, solo hombres. Ahí no pueden ir mujeres. Yo imagino que son todos divorciados en busca de yo qué sé qué. También te digo: cuidarlos, los cuidan. Me compran un pescado buenísimo”, contó Lorenzo. “Y el sitio es espectacular: sobre la colina y frente al mar, rodeado de un huertecito. Si los monasterios no fueran tan aburridos, hasta yo me iría a descansar ahí un par de días y que me cuiden los monjes, pero levantarme a las seis para rezar, no lo veo”.
—Pues yo sí lo vi, Juan. La escena que había descrito Lorenzo era un sueño para mí en ese momento. Así que, en menos de lo que te estoy contando, esa tarde, le dije a mi hermano que me llevara al monasterio y me planté allí para un retiro de un mes.
—¡Total nada, Miguel! ¡Un mes! Chico, perdóname, lo de Lucía no puede ser para tanto. La conociste en Nochevieja y estamos en agosto…
—No, no era solo Lucía. Y no solo quería mirarme por dentro, quería encontrar belleza. Y el monasterio era el lugar perfecto. Buscaba un lugar donde la tierra tuviera un sentido; y también el silencio. Vivía con una especie de angustia que me llevaba a pensar que estábamos dejando de lado lo hermoso; quería sentir el olor callado de una capilla, los años que encierran en silencio las piedras. ¿Sabes? Dichosos los siglos en los que el mármol servía para elevar altares o como peanas para mitos y héroes clásicos, y no para construir encimeras donde lo más lustroso es una Thermomix.
—Bueno, chico, cada tiempo tiene sus propios dioses. Perdona, que te he interrumpido. Sigue, por favor.
—Mira, Juan. Era estupendo. Tenía una celda preciosa, encalada, con un blanco que refulgía cada mañana con una luz filtrada por el mar. Una cama minúscula y un escritorio era todo lo que había en aquella sala. Y era también todo lo que necesitaba. Cero pantallas, cero contacto con el exterior. Solo lecturas, oración. Y yo. La ventana miraba a un azul infinito en el que, algunos días, me costaba separar el cielo del mar. Ni una nube. Solo el rugido del agua y las campanas quebrantaban esa paz insondable. Rápidamente, me hice a la vida allí. Porque, realmente, no tenía que hacer nada, solo callar y pensar. Contemplar. Meditar. Y así un día tras otro. Empecé a dormir como un bebé. La comida era buenísima. Eso sí, vino, solo los domingos. Y solo tres comidas diarias: desayuno ligero, comida principal y cena. Comíamos, sobre todo, verduras de la propia huerta y el pescado que sirve Lorenzo. A eso de las doce, de la cocina empezaba a ascender un olorcillo que alertaba a todos mis jugos gástricos, a los existentes y a los inexistentes, ¡qué estímulo para los sentidos, Juan! ¡Qué olor a pescado fresco, qué efluvios!… Y, lo peor, faltaban aún dos horas para comer. Así, un día tras otro, la paz que había logrado comenzó a tornarse en una batalla contra mis propios apetitos. Lo llevaba fatal. Quería tomar el aperitivo. Lo entiendes, ¿verdad? Y quería tomarlo allí, sentado en la huerta, entre hortensias azules y plantas de tomates.
Un buen día, el hermano Simón, con el que hice buenas migas, sin que lo viera el resto, me subió a la celda a la una en punto tres sardinas asadas y una copa de vino blanco. Creí morir de placer hasta que desperté, claro. Y, como en el cuento del dinosaurio, el olor seguía invadiendo mi celda desde la cocina, pero ni rastro del hermano Simón. Y, mucho menos, de mi soñado (y nunca mejor dicho) aperitivo. Hasta hoy.
—Ya, ya veo, ya. Ya sé que hasta hoy. Pero, dime, ¿cómo se te ha ocurrido?
—No se me ha ocurrido. Me ha venido dado. La mañana era solo una mañana más, hasta que, a eso de las once y media, un sonido inusual ha quebrantado el ambiente: la bocina de la furgoneta de Lorenzo alertando a los hermanos para que salieran a recoger el pedido. Yo, que estaba sacando unos pimientos de la huerta, he creído ver un ángel. Y no lo he dudado.
—Y, claro, prácticamente, te has fugado.
—No, qué va. He bajado la ventanilla y les he dicho adiós a todos. No iba a irme sin despedirme. Han sido muy amables. Ni siquiera voy a pedir que me devuelvan el resto del mes.
—¡Pero si no has aguantado ni una semana!
—Suficiente.
—Suficiente para qué.
—Para saber quién soy, qué busco. Y la alegría que me da tu escucha, Juan, ver a Lorenzo, compartir la comida de Rosa, el vino y el pan.
—Miguel, te pones muy poético. Solo te gusta venir aquí, comer rico, charlar un rato y disfrutar. Ya está. No tiene más.
—¡No tiene más, dice el tío! Juan, muchos días, en las vidas de muchas personas, eso lo tiene todo. Anda, hazme la cuenta.
—Te la cambio por el cuento. Hoy invita la casa.
—No nos faltéis nunca, Juan.
Capítulos anteriores:
I: Rojo
II: Naranja
III: Amarillo
IV: Verde
Otros capítulos de Negro sobre blanco:
VI: Añil
VII: Violeta
VIII: Blanco



