Negro sobre blanco (VII): Violeta

Por Spice Lady

—¿Quieres un poco más?

—No, gracias. Estaba todo estupendo, Rosa.

—Me alegro. La receta era de mi abuela, pero Juan le ha dado su toque y la ha incluido en la carta. Le añade unas especias que le envían desde el restaurante en el que trabajó en Nápoles. Además, Elizabeth, la nueva jefa de cocina, tiene una mano estupenda. ¿Sabes? Juan y ella se conocieron en Londres, en una formación. Al principio, cuando me hablaba de ella, no podía evitar sentir el odioso puñal de los celos.

—¿Celos? ¡Pero si te adora!

—Ya, bueno, supongo que se trataba de algo parecido a celos profesionales. Ellos estudiando fuera, aprendiendo idiomas, otras cocinas, explorando otros sabores… Y yo, siempre aquí. No sé. Tenía la sensación de estar quedándome atrás respecto a su vida.

—Pues ya ves que no. Además, veo que tú eres la verdadera alma de este local. Organizas, preparas, diriges, eres lista, trabajadora, creativa… ¡y también cocinas estupendamente!

—¿A que sí? —interrumpió Juan mientras les llevaba una bandeja con dos cafés y unas pastas de mantequilla—. Probad estas pastas, son deliciosas. Finísimas. Elizabeth y yo aprendimos a hacerlas cuando estudiábamos juntos en Londres.

Las dos mujeres se miraron cómplices y se regalaron una sonrisa cuyo motivo Juan no comprendió, pero la compartió con ellas con la alegría de quien comparte el pan con un hambriento. Y aquella mujer estaba hambrienta de alegría, de comprensión, de palabra. Lo había notado al verla entrar con esa profundísima y triste, pero hermosa, mirada.

—Juan, ¿me necesitáis por ahí?, preguntó Rosa sabiendo la respuesta de antemano.

—No, tranquila. Todo controlado. Yo me ocupo. Quédate con tu amiga y disfrutad de la charla.

—Es un encanto, Rosa. Un hombre estupendo. No sabes lo que me alegro por ti, y por este sitio al que habéis dado tanta vida.

—Gracias, ¡qué alegría verte de nuevo!

—Sí, ¡y qué casualidad!

—¡Y que lo digas! Llevamos meses comprándote, sin saberlo, el aceite. Jamás imaginé que tú fueras la propietaria. Me contestaba siempre al teléfono un hombre, Luciano. Por cierto, amabilísimo. El otro día, cuando lo cogiste tú y, al darte mis datos, me reconociste… ¡casi enloquezco! ¡Qué bien que te hayas decidido a venir a verme! Por cierto, qué maravilloso producto tienes. Tu aceite es una de las claves de nuestras ensaladas, ¡qué pena que no tengas más producción! ¡Nos dan ganas de comprártela entera!

—Si produjéramos más cantidad, perdón, produjera, quizá el proceso no incluiría tanto mimo.

—¿Produjéramos? ¿Produjera? ¿Tienes un socio?

—Tenía. Era Luciano. Murió.

—Lo siento. No sabía nada.

—¿Cómo ibas a saberlo? Llevamos mucho sin saber la una de la otra. Te cuento desde el principio. Al fin y al cabo, creo que he venido para eso, para charlar. La palabra es sanadora, o al menos eso decía nuestro profesor de Literatura del cole, ¿te acuerdas de él, de Antonio?

—Por supuesto, ¿cómo olvidarlo?

—Bien, allá voy. Trataré de abreviar. Son muchos años para resumir en un café y no quiero robarte más tiempo. Tras la universidad, no me costó conseguir trabajo en una consultora, ya sabes, horas y horas, un sueldo decente, poca vida. La muerte de mi padre fue el punto de inflexión para dejarlo todo y ponerme a buscar algo que hacer donde pudieran intervenir mis manos, donde existiera un legado, una historia. ¿Me entiendes? Algo con fondo. Regresé y me puse a buscar no sé muy bien qué. Me enamoré locamente de un terreno con olivos, limoneros y una pequeña casa de piedra con una parra. No sabía qué iba a hacer ahí, pero, al verlo, supe que me quería quedar.  Así que, vendí mi piso y junté mis ahorros; un pellizco que heredé y el banco hicieron el resto. Los dueños eran encantadores, pero querían jubilarse y marcharse a vivir a la ciudad por cuestiones de médicos. Todo fluía y parecía ir genial, pero en aquella compra había “bicho”.

—¿Bicho? ¿Una plaga en los olivos?

—Ja, ja. No, qué va. Sigues tan divertida como siempre. El “bicho” era Luciano. “Quedarme con él” era condición sine qua non para poder comprar. Los dueños me explicaron que Luciano había trabajado allí toda la vida, conocía la tierra, la casa… Y antes de él, sus padres. Y antes de sus padres, sus abuelos. “Es un trabajador ejemplar, un hombre listo y capaz. Te alegrarás de tenerlo. No te molestará, al contrario, te ayudará. Él viene, hace su jornada y se marcha. Tiene su vida y sus negocios fuera de aquí, pero su familia lleva en esta finca toda la vida y así queremos que siga siendo”. Esa imposición, que al principio fue un jarro de agua fría, tornó a tibia en una cena que los dueños organizaron para que conociera a Luciano.

—Vaya, qué pasó.

—“Tienes los ojos como Liz Taylor”. Así se presentó. Y no, no era la primera persona que me lo decía, pero su voz, bellísima, serena, honda, me hizo estremecer. Me atrapó. Me tendió su mano, fuerte, firme, morena, mirándome con sus profundos ojos negros. ¿Sabes? Al verlos, no podía dejar de pensar en Platero.

—¿En Platero? ¿Por qué?

—Ojos negros como el azabache. Esa frase venía a mi cabeza permanentemente en boca de Antonio, nuestro profe de Literatura, y no me dejaba pensar en otra cosa. Supongo que dije un montón de tonterías durante esa cena. Y, por supuesto, salí de allí con el acuerdo de compra-venta firmado. Supongo que imaginas el resto.

—Puedo hacerme una idea, pero cuéntame.

—La implicación de Luciano en el día a día era total. Al principio, yo pensaba montar un alojamiento rural, pero él no paraba de hablarme de las increíbles posibilidades de comercializar aceite, “crear una línea selecta, premium y gourmet, como la llaman los modernos”, decía riendo. Los antiguos dueños tenían el negocio algo abandonado, hacían lo básico, pero él tenía el conocimiento y el poder de convicción suficientes y nos pusimos manos a la obra. Cada día de trabajo era para mí un regalo. Y, cada tarde, cuando lo veía marchar, un verdadero castigo, un dolor punzante, afilado, insoportable. Odiaba su ausencia. Hasta que un día se quedó. Y otro, y otro. La vida empezó a funcionar. La casa ya era un hogar. El campo daba frutos, y yo estaba… loca por él. Trabajaba feliz. Más que trabajar, jugábamos: pensábamos, imaginábamos, nos divertíamos, creábamos. Creíamos. Él cantaba. A veces, me miraba a los ojos y me cantaba esa canción, que, por cierto, no me gusta nada, la del ramito de violetas. “Es una canción muy cursi, Luciano, por favor, cambia tu disco”, le decía. Y él reía: “Cuando te enfadas los tienes aún más violetas, como Liz Taylor” (…). Era increíble. Una noche, cuando íbamos a cenar, encontré un sobre en mi plato. Pensé que serían unas entradas, una reserva para un viaje o similar, pero no; había impreso las etiquetas del que, meses después, sería nuestro aceite. No te voy a negar que me molestó que no me consultara el nombre, pero también me halagó su elección, “La violeta”.

—El mejor aceite de la zona. De eso puedes estar segura.

—“Voy a podar la parra”. Eso fue lo último que me dijo. Infarto fulminante. Cuando lo vi tendido en el suelo, te juro que quise irme con él.

—Puedo imaginarlo, pero has de continuar. Todo ser humano atraviesa un momento de búsqueda en la vida. Tú buscaste y hallaste, tienes historia y estás construyendo un legado, tienes “La violeta”. Hazlo por ti y por Luciano.

—Hay más, Rosa. Voy a tener una niña. Nace en noviembre.

—Vaya, enhorabuena. ¡No me digas que vas a llamarla Violeta!

—¡Noooo! Eso sería demasiado. Se llamará como yo. Así lo decidimos juntos. Y ahora tengo que marcharme. Despídeme de Juan, que anda liado y no quiero molestarlo. Por cierto, dale la enhorabuena por las pastas. Maravillosas.

—Gracias, se lo digo. Vuelve cuando quieras. Estamos, ahora sí, en contacto.

Y si el habla es el camino hacia otras personas, aquel abrazo callado entre las dos era el principio de una perdida y recién encontrada amistad. Al verla marchar, tan serena, tan bella, tan valiente, Rosa se sentó a llorar enredando entre sus lágrimas una mezcla de admiración y tristeza.

—¿Ya se ha marchado Violeta?, preguntó Juan interrumpiendo su llanto.

—Sí. Y no se llama Violeta. Se llama Luz.

Último capítulo:

VIII: Blanco

Capítulos anteriores:

I: Rojo

II: Naranja

III: Amarillo

IV: Verde

V: Azul

VI: Añil


Temas similares

Artículos relacionados

Responsable: Probhabilitas S.L.
Finalidad: establecer comunicación por vía electrónica
+ info en Política de Privacidad

¡Gracias por contactar con nosotros! 

Nos pondremos en contacto contigo lo antes posible.

Algo ha salido mal, por favor inténtalo de nuevo.